Animarse a entrar
Cristian Valenzuela, estudiante de Psicopedagogía.
Muchas veces había pasado por la puerta del Alicia pero nunca me había animado a entrar, parecía un edificio en el que vivía gente. En una época, el edificio tenía andamios afuera. Yo sentía que, si me inmiscuía entre ellos, alguien me iba a parar justo en la puerta de entrada para decirme: “che, pibe, ¿a qué piso vas?” y yo, clandestino, no iba a saber qué responder.
Había escuchado del Alicia cuando fui tutor alumno en un profesorado que queda muy cerquita. Estaba estudiando otra carrera, el profesorado de un idioma, pero la posibilidad de ser tutor me invitó a ahondar en la enseñanza desde un lugar distinto, que me resultó atractivo. Las tutoras institucionales algo tenían que ver con el Alicia y de vez en cuando lo nombraban, como una institución más chiquita y cálida.
Luego de haber terminado otra carrera, Psicología Social, sentí la necesidad de seguir formándome y es así que decidí iniciar un nuevo camino. “Trayectos”, aprendí que se llamaban en la jerga educativa, y que para algunas personas no son lineales, porque suponen recorridos singulares, como los senderos recorridos que hacen al bagaje de quien gusta de viajar, de quien gusta de aprender. Quise estudiar Psicopedagogía.
Averigüé qué posibilidades había: universidades privadas con distintos perfiles y aranceles, universidades públicas en el conurbano, terciarios… Yo sabía cómo se estudiaba en la facultad, sus ritmos, su masividad, su estructura y elegir un terciario fue una decisión tomada a conciencia. ¿Qué lugares públicos había en la ciudad para estudiar Psicopedagogía? El único era el Alicia. Y el plan de estudios tenía materias de didáctica, pedagogía, antropología, filosofía, sociología, psicología, lenguajes expresivos… Ningún plan de estudios que había leído era como ése… Iba a estudiar en un lugar cuya formación había sido pensada para el marco educativo. Y, por fin, iba a animarme a entrar.
“¿Che, pibe, qué hacés inscribiéndote en otra carrera a tu edad?”, me dijo una voz interior medio pesada. “30 años no es tanto, che…”, le dije, con ciertas dudas, y cierto miedo… Pero no di marcha atrás, y subí esa escalera antigua hacia el Departamento de Alumnos, con mis formularios impresos, mi fotito, y mi sueño de convertirme en psicopedagogo. Terminé el trámite, me dieron la bienvenida, bajé la escalera antigua, solemne y en la calle sentí que había hecho algo muy importante.
Ya pasó un año y medio desde ese día. Y el Alicia me escribió en el alma nuevos conceptos y teorías, anécdotas y experiencias, más sueños y expectativas, muchas risas y algún que otro temor propio del ser estudiante, vínculos de apoyo y amistad, oportunidades de crecer e inconmovibles ganas de seguir.
Algo que no cambió es que sigo sintiendo que es un edificio en el que vive gente. Pero ya no me resulta un lugar ajeno o extraño, sino familiar. Lo que pasa es que, en el Alicia, lo que se aprende se vive.
Y los andamios esos de afuera ya no están más. Pero, sin dudas, están, de cierto modo, adentro: en los rincones donde la escucha es posible, en las miradas de estímulo y reconocimiento, y en cada uno de los pequeños gestos desde los que, cotidianamente, emerge su impronta de sostén.